El 19 de noviembre, los integrantes del club de lectura del Centro de Ética David Hume se reunieron para dialogar sobre la obra El origen del hombre, de Charles Darwin. He aquí un resumen de lo que se dijo durante la sesión: Se creía –con autores como Copérnico, Galileo y otros– que éramos el centro del universo. Desde los años veinte, la Iglesia aceptó la teoría de la evolución, pero hizo énfasis en que el alma del hombre es creación de Dios. Se pensaba que tantos los monos como los hombres habían recibido directamente un alma, con la diferencia de que el alma de los segundos es inmortal. Los ortodoxos rusos no aceptan la existencia del alma, sino sólo una especie de “apreciación divina”. Nuestra manera de razonar es algo espiritual, y nuestro método implica el conocimiento y la voluntad. Darwin jamás dijo que proveníamos del mono; tampoco que únicamente sobreviven los más aptos, ni que los genes se refuerzan con el tiempo. Aunque “mutemos”, no podemos convertirnos en otra cosa distinta de nosotros. Un individuo no evoluciona solo, es toda una población la que logra evolucionar. Hay que tener más claro el concepto de evolución. Los evolucionistas dicen que el diálogo no está cerrado, ni el evolucionismo es un tema que ya haya pasado de moda; la prueba es que aún se sigue discutiendo sobre él. El evolucionismo puede ser una teoría simple, pero no debe creerse que tienda al perfeccionismo. El evolucionismo sólo habla de cambio. Puede ser que tenga una mayor relación con el colectivismo. Los seres humanos son diferentes a otras especies: el hombre tiene más capacidad, fortaleza, etc., que un animal. ¿Tiene el evolucionismo relación con la cultura, la moral y con la fe? ¿Es el ser humano un punto de llegada o sólo un paso, una transición? ¿Hacia dónde vamos? –se preguntaron algunos–. Según otros, el creacionismo tampoco nos proporciona evidencias.
Amable Sánchez
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