Conocí al Dr. Manuel Ayau, Muso, en 1977, cuando comencé a impartir clases en la Universidad Francisco Marroquín. Entonces nuestra relación fue esporádica y relativamente distante. Durante estos últimos años tuve la oportunidad de verlo más frecuentemente, de tratarlo más de cerca, y de admirar su temple y su talla.
Un día, mientras me guiñaba un ojo con una pizquilla de picardía, me dijo: “Yo antes me creía infalible. Ahora ya no”. El día que lo velábamos en la Plaza de la Libertad, de la UFM, alguien me dijo que el sacerdote que lo había atendido en los últimos momentos de su enfermedad le había comunicado que Muso no tenía miedo.
Ahora que ya no está físicamente entre nosotros, pretendo subrayar estos dos aspectos: no ser infalible y no tener miedo. ¿Puede ser el hombre algo más que esto? Saber que no se es infalible y aceptarlo es un signo de humildad, de sabiduría y de madurez. Saber que no se es infalible y no tener miedo es un signo de serenidad. Todos los hombres son falibles, pero eso no constituye ningún problema, al menos ningún problema grave. El problema –muy grave a veces– es que muchos creen que son infalibles y así actúan. La infalibilidad implica orgullo, engreimiento, autosuficiencia, prepotencia, exclusión de todos y de todo lo que no encaje en ese círculo. El infalible no atiende a razones ni acepta más verdad que la suya, o la que él cree que es la suya. El infalible no sirve a nadie, pero está convencido de que todos tienen obligación de servirlo. Y lo curioso del caso es que el infalible tampoco tiene miedo: ¿a qué, a quién, de qué y por qué?
Poco margen quedaría para las objeciones, si esto se quedara así. Que un cegato no vea puede ser una desgracia sólo para él. Pero que un cegato se empeñe en ser guía de otros, y además esté convencido de que así debe ser, es una desgracia para todos. Esto, lamentablemente, tiene muchas aplicaciones, en muchos círculos y en relación con muchas jerarquías. Valga sólo, como ejemplo general, pensar en los Gobiernos. Como ejemplo particular, pensar en el nuestro. ¿Hasta cuando seguiremos haciendo agua, antes de irnos definitivamente a pique?
Si Muso, a pesar de no creerse infalible, no tenía miedo, sólo puede ser porque se sabía y se sentía libre. Y tenía toda la razón: ¿qué puede temer el que es libre, como no sea perder su libertad? Pero hay una libertad radical que nunca se pierde. Y no es que no sufra amenazas, pero nunca se pierde. Es la libertad que –aparte de tiempos, normas, caprichos, golpes de suerte, incentivos o tentaciones de una u otra laya– nos constituye en tales. En cambio, el infalible se cree libre, cuando realmente es preso de su torpe, ciega e inexistente infalibilidad.
Muso:¡Sigue adelante! Aquí vamos, detrás de ti.
Amable Sánchez Torres
lunes, 9 de agosto de 2010
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