Suponiendo que se pueda definir el pecado como una ofensa a Dios, ¿podrá reducirse cualquier pecado a un pecado de idolatría? Del término ídolo el Diccionario de la lengua española, de la RAE, trae dos acepciones: 1. Imagen de una deidad objeto de culto. 2. Persona o cosa amada o admirada con exaltación. De idolatría trae otras dos: 1. Adoración que se da a los ídolos. 2. Amor excesivo y vehemente a alguien o a algo. Por su lado, las palabras adoración, admiración, exceso, exaltación, vehemencia parecen inclinarnos más hacia el corazón que hacia la cabeza, y menos hacia la razón que hacia el sentimiento. ¿Por qué hay personas que se consideran ateas –vaya mi sincero respeto por delante a todas– y parecen volcadas, sin margen apenas para la reflexión sensata, en una actitud idolátrica ante infinidad de cosas, actividades u otras personas? Quien dice otras personas, dice políticos, artistas, deportistas, aventureros… Quien dice actividades, dice deportes o cultos, sobre todo considerados masivamente… Quien dice cosas, dice dinero, sexo, poder, prestigio… ¿Qué lugar se le reserva a la libertad individual? ¿Qué lugar a la razón, erigida sobre la libertad individual? ¿Qué lugar a la voluntad, erigida junto a la razón, sobre la libertad individual? ¿No parece trágicamente paradójico que muchos de los supuestamente más celosos de su propia libertad parezcan estar siendo víctimas de la supuesta libertad de otros? ¿Qué sentido tiene combatir un fanatismo desde otro, una postura dogmática desde otra postura no menos dogmática?
Amable Sánchez
lunes, 28 de junio de 2010
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