Entre las lecturas que se distribuyeron para que sirvieran de apoyo y de guía al diálogo sostenido el jueves 16 pasado en el Centro de Ética David Hume, hay un ensayo en el que, aparte de otras muchas consideraciones atendibles, se hacen afirmaciones tan tajantes y, en cierto modo, tan desconcertantes como estas: “En realidad después de la muerte no hay nada, la muerte es el final de la vida”… “El debate sobre la eutanasia también permite diferenciar a los que piensan de los que creen”. El asunto es muy complejo y, si lo es, no puede despacharse de una manera simplista. Veamos: a) decir que después de la muerte no hay nada y que la muerte es el final de la vida es decir demasiado: ello significa adoptar una postura absolutista, so pretexto de oponerse, eludir, despreciar o combatir cualquier absoluto, y esto es, como mínimo, una gran contradicción; toda nuestra sabiduría es limitada, con unos límites que pueden estar en expansión, como dicen que está todavía el universo, y, por consiguiente, que no se superan con una pirueta ni con un salto de garrocha; el misterio –toda la vida y el universo lo son y están llenos de misterios– es el misterio y punto; pero, además, ¿no es precisamente el misterio la principal incitación de toda investigación y toda búsqueda?; el día que el misterio desaparezca, desaparecerá la ciencia también; b) estas afirmaciones no parecen congruentes con la naturaleza de la ciencia, la investigación, el propio científico y el simple hombre pensante; c) entre ser pensante y ser creyente no hay oposición ni incompatibilidad de ninguna clase; el hombre puede ser –y es de hecho– ambas cosas a la vez; creer y pensar son dos funciones igualmente humanas; no pertenece el pensante a una raza superior y el creyente a una raza inferior; incluso ante el pequeño grupo de los grandes pensadores, nos mantenemos, atentos y humildes, el incontable grupo de los humildes creyentes. ¿Creyentes en qué? Pues, entre otras cosas, en los avances y descubrimientos que ellos tan audaz y tan orgullosamente hacen. Por eso corremos el riesgo de que nos engañen o –como se dice en Guatemala– de que nos baboseen. Esperemos que para bien de nosotros, de la ciencia y de ellos mismos, no lo hagan.
Amable Sánchez Torres
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