Todos nuestros actos y omisiones, por más recónditos que parezcan o se supongan, tienen repercusiones, positivas o negativas, en nuestra vida y en la de los demás. Esto lo entendemos, e incluso lo aceptamos, todos, excepto aquellos que son tontos o se hacen. Pero no es tan fácil entender, y menos tal vez aceptar, que los desmanes de un gobernante deba pagarlos todo el pueblo. ¿Qué extraño mecanismo funciona en las entretelas del cuerpo social para que esto tenga que ser así: el dedo divino, el fatum, la mala suerte? Y eso ¿cómo se entiende?
Se dice –quizá demasiado irreflexivamente– que los pueblos tienen el gobierno que merecen. ¿De veras? Quiere decir que, cuando el gobernante le hace al pueblo de chivo los tamales, lo que el pueblo está recibiendo es un castigo por su torpeza. ¿A quién le toca reír entonces? Lo que debe quedar fuera de toda duda es que un gobernante se elige –si es que se elige– para que sirva, no para que se sirva. El pueblo, por mal que se haya portado, o por miope que haya sido, nunca tiene por qué pagar los elotes que el gobernante se come a su costa, mientras al mismo tiempo le tira un hueso acá y otro allá a los privilegiados de su camarilla. Menos aún que después, muy de a sombrero, trate de asustar a quien se deje con el petate del muerto, mientras anda por ahí como “la Zarzamora / llora que llora / por… aviones” (esto debe ser una errata: trataremos de comprobarlo). ¡Ay, Diooos…! En la práctica, toda moral individual acaba siendo también moral social.
Amable Sánchez
miércoles, 29 de julio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario